A nuestra antología de artículos sobre la ciudad de Calbuco, agregamos estas páginas extractadas del texto del Agente de la Colonización don Vicente Pérez Rosales.
Contrasta la opaca visión que el autor tuvo y escribió de Calbuco, con la acogida que los calbucanos recibieron a los primeros colonos. En su paso hacia Melipulli el transporte recaló en Calbuco. Allí las damas calbucanos ofrecieron comida y refrigerios a los futuros colonos.
Posteriormente, en pleno invierno, fueron mocetones calbucanos los que llevaron los alimentos a la instalada colonia. Pérez Rosales incluso amenazó con cárcel a los calbucanos si no conducían estos alimentos a los colonos, sin decirles incluso si se les pagaría por servicio.
Escribe D. Vicente Pérez Rosales sobre Calbuco:
Vicente Pérez Rosales: Recuerdos del Pasado
(Fragmentos)
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Nada más hermosa, fácil y segura que la navegación de los canales que median entre San Carlos de Chiloé y las tranquilas aguas del Callenel: anchura grande, fondo sobrado para toda clase de embarcaciones, mareas arregladas, puertos a cada paso o más bien dicho, un solo puerto continuado donde no hay más que soltar el ancla para estar seguro. Sólo se encuentra en el canal de Chacao una sola roca amenazadora en el paso Junta Remolinos; pero como está a la vista, y media entre ella y la costa un espacio de doce cuadras, no ofrece peligro alguno.
Quien navega por primera vez en estos canales y sus adyacentes, no puede persuadirse de que aquellas angostas y tranquilas vías de agua sean brazos de mar, sino profundos ríos navegables sujetos á la influencia directa de las mareas. Las pintorescas islas que estrechan, ensanchan o prolongan esos canales, se asemejan a colosales copas de árboles sumergidas hasta la mitad en las profundidades de las aguas. Altos y apiñados son los bosques que las cobijan, y sólo descubre el viajero, en el perímetro de todas ellas, aisladas chozas, tal cual imperfecto sembrado y una que otra embarcación menor para facilitar él contacto entre los isleños de aquellos húmedos lugares.
Admira la situación de la aldea de Calbuco, capital del departamento del mismo nombre. Los españoles que nunca buscaron para la fundación de sus ciudades lugares accesibles al comercio y a la industria, sino lugares fortalecidos la naturaleza, eligieron para fundar a Calbuco una mezquina islita separada del continente por un brazo de mar, que más parece foso otra cosa.
Este lugarejo, lleno de desgreño y de pobreza, era lo primero que, después de pasar la peligrosa garganta de Puruñún, ofrecía la mano del hombre a la vista del viajero, asombrado de encontrar tanta miseria en medio de tan rica naturaleza. Dejando atrás este pueblo que sólo prolongaba su existencia por residir en él los subagentes de los expeditores de maderas de madera de San Carlos, los cuales recibían y acopiaban a toda intemperie en él las tablas que producían los alerces de la costa oriental del seno de Reloncaví, se entra en la hermosa bahía del mismo nombre, tan semejante a una laguna sin salida por la configuración del terreno que la rodea al norte, al oriente y al poniente, y por las pintorescas islas que parecen cerrar al lado del sur el paso a las aguas del océano.
(Páginas 527/528)
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Llamáronme asuntos del servicio a la capital y al ausentarme, después de darle a reconocer a las autoridades chilotas, dejé haciendo mis veces en la colonia a don Santiago Foltz, inmigrado idóneo, prudente y entusiasta por el adelanto de lo que él llamaba con encanto su nueva patria. Júzguese de mi sorpresa, cuando a mi regreso, me encuentro con la colonia abandonada; con los míseros colonos desenterrando las papas que habían sembrado para no perecer de hambre, y con mi representante detenido preso como un criminal en la inmunda cárcel de Calbuco!
He aquí lo que había ocurrido: el Gobernador de esa aldea, que especulaba en tablas como tantos otros, había ordenado al agente interino que le remitiese presos a los tableros que por trabajar en los caminos de la colonia, no cumplían con los contratos que habían celebrado en Calbuco. Foltz, contestó que en la colonia había jueces, y que sin el fallo de estos no consentiría que se atropellase a unos camineros contratados por mí y que tantísima falta hacían donde estaban. Furioso el Gobernador con esta negativa, señaló al mismo Foltz un plazo perentorio para ponerse en su presencia, y como ni esto pudo conseguir, le mandó arrestar con soldados y le encerró en la cárcel de Calbuco. Semejante atentada no sería creíble si no tuviese yo en mi poder, como tengo para atestiguar cosas increíbles, un documento parecido a este que al pie de la letra copio:
Calbuco, setiembre 1° de 1853.
El inspector Toribio Pozo en el momento que reciba esta orden, le ordenará al alemán Santiago Foltz que se embarque en la balandra que al efecto mando para traerlo, y si no quisiere obedecer o tratare de resistirle, léale usted esta orden a presencia de testigos y amonéstelo a que obedezca, pero si persistiese en no obedecer, entonces con la gente que mando y usted mismo procedan a tomarlo por fuerza y embarcarlo amarrado. Agale saber allí que el gasto de traerlo tiene que pagarlo aquí.
RICARDES
(Paginas 538/539)
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Media entre Puerto Montt y la laguna de Llanquihue, en cuyas pintorescas márgenes tiene la colonia su principal asiento, poco trecho más de cuatro leguas, andado de sur a norte. Un costoso y bien sostenido camino carretero atraviesa aquel espacio ocupando el lugar de la fangosa y primitiva senda donde perecieron los desventurados Wehle y Lincke. Las primeras dos leguas de este trayecto, ya firmemente consolidado, tienen por base una zona de médanos y de tupidas raíces que allí llaman el Tepual. En toda esa extensión, inútil, por ahora, para los trabajos agrícolas, sólo llaman la atención del viajero el aspecto lejano de la sombría selva empujada por el hacha y el fuego a más o menos distancia del camino; los muchos fantasmones de troncos carbonizados que apenas se sostienen sobre sus descarnadas raíces; los restos esqueletados de los coihues; las gigantescas bases de los alerces derribados, cuyas poderosas cepas ni el hacha ni el fuego han logrado aún destruir, y tal cual choza solitaria, punto de acopio de las maderas trabajadas en el interior del bosque y llevadas a hombro hasta ese cargadero. Diciembre, enero, febrero y marzo, época del corte y beneficio de las maderas, llaman también la atención por la multitud de gente que acude a este lugar desde las islas más lejanas del archipiélago; todos trabajan a un tiempo, todos descalzos, y todos, mujeres, viejos y niños, cargan a hombro tablas, durmientes y pesadas vigas al lado de las carretas alemanas de cuatro ruedas, que hacen el mismo servicio.
Termina el Tepual en el extremo de una larga e improvisada calle de matorrales llamada Arrayán y abierta entre las corpulentas cepas de una antigua mancha de alerces. Componen el Arrayán dos largas hileras de casuchas cual más incómoda y de peor aspecto, pobladas por los dependientes de las casas del pueblo y por los numerosas agentes del comercio de Calbuco y de Ancud, que concurren al cambio de maderas con abundantes mercaderías y sostienen una feria activísima de cambio durante aquellos meses y en aquel singular aduar colocado en medio de una selva. A las primeras aguas del invierno la gente se dispersa, y queda convertido aquel lugar de bullicio en un despoblado con casas durante ocho meses.
(Páginas 545/546)
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Puede decirse que no existía, antes de la fundación de la colonia más vida mercantil en las solitarias caletas del seno de Reloncaví, que aquella que le daba en los veranos la venta del alerce que se trabajaba en los bosques más inmediatos a la marina; y aún esa venta comenzaba a hacerse menos activa por falta de caminos que facilitasen la extracción de los alerces interiores, estando ya los de la costa enteramente agotados.
Llevábanse estas maderas en bongos, botes y lanchones en cuya construcción se empleaban costuras de esparto en vez de clavos, al antiguo y conocido fuerte de Calbuco; este poblachón constituido en factoría de ventas y compras de madera por encontrarse a medio camino entre el lugar de la producción y el de la exportación, que lo era entonces San Carlos de Ancud, arrastraba una existencia muy precaria.
En Calbuco se encontraban los dependientes y las tiendas sucursales de los almaceneros de Ancud, y como el dinero no se conocía en aquellos afortunados lugares, habían inventado para facilitar las transacciones y las ventas al menudeo, la moneda tabla, que era entre ellos la unidad y tenía el valor nominal de un real de la antigua moneda.
En cambio de los centenares de reales-tablas que entregaba el vendedor, recibía harina, sal, ají, mucho licor, y los muy necesarios artículos ultramarinos para satisfacer las pocas necesidades de hombres que, por constitución, andaban descalzos, y que llevaban una vida muy semejante a la de los indígenas.
Con la fundación de la colonia en el mismo centro de donde se exportaban aquellas maderas que se iban a vender a Calbuco, hubo un trastorno general. Las sucursales de Ancud estacionadas en Calbuco, abandonaron aquel lugar innecesario para venirse a establecer a Puerto Montt; muchos cortadores de oficio de maderas, halagados por la presencia de un pueblo que desde sus primeros pasos ostentaba vida propia, abandonaron sus aduares por vida más civilizada, y poco a poco fueron desapareciendo los bongos y lanchones de costura, para dar lugar a hermosas balandras y en seguida a grandes embarcaciones, tanto extranjeras como nacionales, que llegan de varios puntos a la carga de maderas a Puerto Montt.
Hasta el año 1855 necesitó la colonia, como lo hemos dicho, hasta suplementos de substancias alimenticias; y el colono, demasiado ocupado en los afanes de su trabajoso establecimiento, había olvidado el recurso de las maderas, explotadas exclusivamente por el chilote.
(Páginas 550/551/552)
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Espanto causaba el estado de abyección en que yacían sumidas las pocas familias casi perdidas en el aislamiento, que existían en aquellos lugares, antes que el bullicio y la actividad del inmigrado llegase a turbar la modorra que las consumía. Constaba, en general, la choza de cada familia, de un solo rancho, hollinado y sucio, en cuyo centro, al ras del suelo, figuraba el hogar. Cuando el acaso había hecho brotar algunos manzanos silvestres en las inmediaciones, entonces al antiguo rancho que, como se ve, era cocina, comedor y dormitorio al mismo tiempo, se agregaba otro, donde, al lado de algunos barriles, se veían maderos ahuecados para machacar la manzana y hacer chicha. A espaldas de estas habitaciones se encontraba siempre un pequeño retazo de terreno en estada de cultivo, en el cual, palos endurecidos al fuego y manejados siempre por la mujer, servían de azada y de reja para sembrar papas y habas, únicas legumbres que, llamaban la atención entonces. Contado era el dueño de casa que se dedicase a sembrar trigo. En la puerta del rancho, mirando a la marina, se observaban corralitos de piedra y rama, a medio sumergir, para que en las altas mareas quedase cautivo en ellos el pescado que el acaso conducía a esos lugares. Este alimento y los inagotables bancos de toda clase de exquisitos mariscos que dejan a descubierto las aguas vivas, eran, junto con las papas y habas, la provista despensa que los sustentaba. Hasta el modo de preparar esos manjares era puramente indio, de los tiempos de la conquista. En un agujero practicado en el suelo y lleno de piedras caldeadas allí mismo por el fuego, se apilaba el marisco, el pescado, la carne (si la había), el queso y las papas, y sin más espera, tapado todo aquello con monstruosas hojas de pangui, lo acababan de cubrir con adobes de champas y tierra, para impedir el escape del vapor. Un cuarto de hora después, se veía a toda la familia, con su acompañamiento obligado de perros y cerdos, rodear aquel humeante cuerno de abundancia, en el cual cada uno, por su parte, metía la mano y comía, soplándose los dedos, hasta saciarse.
Llegada la noche, padre, madre, hermanos, hermanas, alojados, perros y cerdos, formando un grupo compacto al amor del fuego del hogar y a raíz del suelo, dormían hasta el día siguiente, en el que se repetían los actos del anterior.
Para llenar las escasísimas necesidades del vestido, mate y cigarro, y la muy apremiante de la bebida, ocurrían provistos de sus hachas a los bosques de la costa, y en ellos permanecían el tiempo estrictamente necesario para pagar una pequeña parte del compromiso que habían contraído con los tenderos de Calbuco, en cambio de las mercaderías que estos le participaban. No había, pues, un solo labrador de madera que no estuviese por mucho tiempo adeudado, ni comprador sin quebranto, ni grandes deudas por cobrar. Consignemos por último el siguiente hecho: en aquellos lugares sólo se casaba por la iglesia aquel que ya cansado de estarlo de otro modo, quería legitimar sus hijos. Bastaba que el novio díjese a los padres de su querida que él quería tenerla por patrona y que ella declarase que aceptaba por patrón al pretendiente, para que en el acto se tuviesen por legítimos esposos. Este era el modo de ser y esta la cultura del chilote del seno de Reloncaví, cuya poca grata descripción acabo de hacer.
(Páginas 564/565/566)
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¿Qué mucho es que a la llegada de los emigrados a Valdivia no se encontrase en 1850, a muchas leguas de aquel pueblo, ni un solo retazo de suelo de mediano valor que podérseles ofrecer? Desgracia que estuvo a punto de repetirse en la colonia de Llanquihue y que sólo pudo precaverse en parte, pues antes de tomar posesión de los terrenos donde ahora se alza Puerto Montt, ya estaban desembarcados en aquel apartado rincón multitud de detentadores para especular con la venta de propiedades que ni en esa época les pertenecían ni nunca habían sido suyas.
No fue, pues, corta mi disgustada sorpresa cuando creyéndome, por la distancia, libre de roedores, me encontré con una carta del Gobernador de Calbuco don José Ramírez, en la cual me decía que si quería fundar colonias en Callenel era preciso que comenzase por comprar aquel territorio, pues todo él tenía legítimos dueños. En el estado en que las cosas se encontraban, titubear era peligroso; ocurrir al Gobierno por facultades para comprar, moroso y de incierto resultado, y promover lítis reivindicadoras, la vida perdurable. Comencé, pues, por comprar resignado y de mi propio bolsillo, el asiento del futuro pueblo y sus más inmediatos contornos, y adiestrado con el ejemplo y con las lecciones de la experiencia, opuse a los detentadores sus propias armas, simulando compras a los indios, supuestos propietarios del vasto territorio del Chanchan con las cuales y mediante otra contribución de seiscientos duros impuesta a mi escuálido haber, pude conjurar la tempestad.[1]
Del propio modo se ha enajenado de tiempo atrás también, y sin que nadie lo supiese, las dilatadas playas del seno de Reloncaví con sus antojadizos ignorados fondos[2] En la puerta de la casa del Gobernador del fuerte de Calbuco había con frecuencia cartelones que debían ser leídos por personas que sabían leer o que no llegaban ni tenían para qué llegar a ese pueblo, en los cuales se decía[3] que el terreno tal, comprendido entre los dos puntos accesibles de la costa tal y cual, con sus respectivos fondas hasta la cordillera nevada o hasta los montes altos, propiedad de don fulano de tal, iba a venderse, y para que llegue a noticia de todos, etc.
Desde el año de 1850 para adelante, las autoridades, sin tener para ello la suficiente autorización, comenzaron a suscitar embarazos a la adquisición de propiedades cuyos vendedores no exhibían títulos escritos y atendibles; y éste fue uno de los más poderosos motivos de aquella cruda guerra que se declaró por muchos vecinos a la inmigración. Sin ella, los terrenos fiscal les correspondían sin disputa; con ella, se les tiraba despojar de lo que ya juzgaban suyo.
(Paginas 569/570)
TOMADO DE:
VICENTE PEREZ ROSALES:
RECUERDOS DEL PASADO (1814-1860).
Editorial Francisco de Aguirre. Buenos Aires-Santiago 1971 32+650 pp.
Nada más hermosa, fácil y segura que la navegación de los canales que median entre San Carlos de Chiloé y las tranquilas aguas del Callenel: anchura grande, fondo sobrado para toda clase de embarcaciones, mareas arregladas, puertos a cada paso o más bien dicho, un solo puerto continuado donde no hay más que soltar el ancla para estar seguro. Sólo se encuentra en el canal de Chacao una sola roca amenazadora en el paso Junta Remolinos; pero como está a la vista, y media entre ella y la costa un espacio de doce cuadras, no ofrece peligro alguno.
Quien navega por primera vez en estos canales y sus adyacentes, no puede persuadirse de que aquellas angostas y tranquilas vías de agua sean brazos de mar, sino profundos ríos navegables sujetos á la influencia directa de las mareas. Las pintorescas islas que estrechan, ensanchan o prolongan esos canales, se asemejan a colosales copas de árboles sumergidas hasta la mitad en las profundidades de las aguas. Altos y apiñados son los bosques que las cobijan, y sólo descubre el viajero, en el perímetro de todas ellas, aisladas chozas, tal cual imperfecto sembrado y una que otra embarcación menor para facilitar él contacto entre los isleños de aquellos húmedos lugares.
Admira la situación de la aldea de Calbuco, capital del departamento del mismo nombre. Los españoles que nunca buscaron para la fundación de sus ciudades lugares accesibles al comercio y a la industria, sino lugares fortalecidos la naturaleza, eligieron para fundar a Calbuco una mezquina islita separada del continente por un brazo de mar, que más parece foso otra cosa.
Este lugarejo, lleno de desgreño y de pobreza, era lo primero que, después de pasar la peligrosa garganta de Puruñún, ofrecía la mano del hombre a la vista del viajero, asombrado de encontrar tanta miseria en medio de tan rica naturaleza. Dejando atrás este pueblo que sólo prolongaba su existencia por residir en él los subagentes de los expeditores de maderas de madera de San Carlos, los cuales recibían y acopiaban a toda intemperie en él las tablas que producían los alerces de la costa oriental del seno de Reloncaví, se entra en la hermosa bahía del mismo nombre, tan semejante a una laguna sin salida por la configuración del terreno que la rodea al norte, al oriente y al poniente, y por las pintorescas islas que parecen cerrar al lado del sur el paso a las aguas del océano.
(Páginas 527/528)
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Llamáronme asuntos del servicio a la capital y al ausentarme, después de darle a reconocer a las autoridades chilotas, dejé haciendo mis veces en la colonia a don Santiago Foltz, inmigrado idóneo, prudente y entusiasta por el adelanto de lo que él llamaba con encanto su nueva patria. Júzguese de mi sorpresa, cuando a mi regreso, me encuentro con la colonia abandonada; con los míseros colonos desenterrando las papas que habían sembrado para no perecer de hambre, y con mi representante detenido preso como un criminal en la inmunda cárcel de Calbuco!
He aquí lo que había ocurrido: el Gobernador de esa aldea, que especulaba en tablas como tantos otros, había ordenado al agente interino que le remitiese presos a los tableros que por trabajar en los caminos de la colonia, no cumplían con los contratos que habían celebrado en Calbuco. Foltz, contestó que en la colonia había jueces, y que sin el fallo de estos no consentiría que se atropellase a unos camineros contratados por mí y que tantísima falta hacían donde estaban. Furioso el Gobernador con esta negativa, señaló al mismo Foltz un plazo perentorio para ponerse en su presencia, y como ni esto pudo conseguir, le mandó arrestar con soldados y le encerró en la cárcel de Calbuco. Semejante atentada no sería creíble si no tuviese yo en mi poder, como tengo para atestiguar cosas increíbles, un documento parecido a este que al pie de la letra copio:
Calbuco, setiembre 1° de 1853.
El inspector Toribio Pozo en el momento que reciba esta orden, le ordenará al alemán Santiago Foltz que se embarque en la balandra que al efecto mando para traerlo, y si no quisiere obedecer o tratare de resistirle, léale usted esta orden a presencia de testigos y amonéstelo a que obedezca, pero si persistiese en no obedecer, entonces con la gente que mando y usted mismo procedan a tomarlo por fuerza y embarcarlo amarrado. Agale saber allí que el gasto de traerlo tiene que pagarlo aquí.
RICARDES
(Paginas 538/539)
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Media entre Puerto Montt y la laguna de Llanquihue, en cuyas pintorescas márgenes tiene la colonia su principal asiento, poco trecho más de cuatro leguas, andado de sur a norte. Un costoso y bien sostenido camino carretero atraviesa aquel espacio ocupando el lugar de la fangosa y primitiva senda donde perecieron los desventurados Wehle y Lincke. Las primeras dos leguas de este trayecto, ya firmemente consolidado, tienen por base una zona de médanos y de tupidas raíces que allí llaman el Tepual. En toda esa extensión, inútil, por ahora, para los trabajos agrícolas, sólo llaman la atención del viajero el aspecto lejano de la sombría selva empujada por el hacha y el fuego a más o menos distancia del camino; los muchos fantasmones de troncos carbonizados que apenas se sostienen sobre sus descarnadas raíces; los restos esqueletados de los coihues; las gigantescas bases de los alerces derribados, cuyas poderosas cepas ni el hacha ni el fuego han logrado aún destruir, y tal cual choza solitaria, punto de acopio de las maderas trabajadas en el interior del bosque y llevadas a hombro hasta ese cargadero. Diciembre, enero, febrero y marzo, época del corte y beneficio de las maderas, llaman también la atención por la multitud de gente que acude a este lugar desde las islas más lejanas del archipiélago; todos trabajan a un tiempo, todos descalzos, y todos, mujeres, viejos y niños, cargan a hombro tablas, durmientes y pesadas vigas al lado de las carretas alemanas de cuatro ruedas, que hacen el mismo servicio.
Termina el Tepual en el extremo de una larga e improvisada calle de matorrales llamada Arrayán y abierta entre las corpulentas cepas de una antigua mancha de alerces. Componen el Arrayán dos largas hileras de casuchas cual más incómoda y de peor aspecto, pobladas por los dependientes de las casas del pueblo y por los numerosas agentes del comercio de Calbuco y de Ancud, que concurren al cambio de maderas con abundantes mercaderías y sostienen una feria activísima de cambio durante aquellos meses y en aquel singular aduar colocado en medio de una selva. A las primeras aguas del invierno la gente se dispersa, y queda convertido aquel lugar de bullicio en un despoblado con casas durante ocho meses.
(Páginas 545/546)
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Puede decirse que no existía, antes de la fundación de la colonia más vida mercantil en las solitarias caletas del seno de Reloncaví, que aquella que le daba en los veranos la venta del alerce que se trabajaba en los bosques más inmediatos a la marina; y aún esa venta comenzaba a hacerse menos activa por falta de caminos que facilitasen la extracción de los alerces interiores, estando ya los de la costa enteramente agotados.
Llevábanse estas maderas en bongos, botes y lanchones en cuya construcción se empleaban costuras de esparto en vez de clavos, al antiguo y conocido fuerte de Calbuco; este poblachón constituido en factoría de ventas y compras de madera por encontrarse a medio camino entre el lugar de la producción y el de la exportación, que lo era entonces San Carlos de Ancud, arrastraba una existencia muy precaria.
En Calbuco se encontraban los dependientes y las tiendas sucursales de los almaceneros de Ancud, y como el dinero no se conocía en aquellos afortunados lugares, habían inventado para facilitar las transacciones y las ventas al menudeo, la moneda tabla, que era entre ellos la unidad y tenía el valor nominal de un real de la antigua moneda.
En cambio de los centenares de reales-tablas que entregaba el vendedor, recibía harina, sal, ají, mucho licor, y los muy necesarios artículos ultramarinos para satisfacer las pocas necesidades de hombres que, por constitución, andaban descalzos, y que llevaban una vida muy semejante a la de los indígenas.
Con la fundación de la colonia en el mismo centro de donde se exportaban aquellas maderas que se iban a vender a Calbuco, hubo un trastorno general. Las sucursales de Ancud estacionadas en Calbuco, abandonaron aquel lugar innecesario para venirse a establecer a Puerto Montt; muchos cortadores de oficio de maderas, halagados por la presencia de un pueblo que desde sus primeros pasos ostentaba vida propia, abandonaron sus aduares por vida más civilizada, y poco a poco fueron desapareciendo los bongos y lanchones de costura, para dar lugar a hermosas balandras y en seguida a grandes embarcaciones, tanto extranjeras como nacionales, que llegan de varios puntos a la carga de maderas a Puerto Montt.
Hasta el año 1855 necesitó la colonia, como lo hemos dicho, hasta suplementos de substancias alimenticias; y el colono, demasiado ocupado en los afanes de su trabajoso establecimiento, había olvidado el recurso de las maderas, explotadas exclusivamente por el chilote.
(Páginas 550/551/552)
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Espanto causaba el estado de abyección en que yacían sumidas las pocas familias casi perdidas en el aislamiento, que existían en aquellos lugares, antes que el bullicio y la actividad del inmigrado llegase a turbar la modorra que las consumía. Constaba, en general, la choza de cada familia, de un solo rancho, hollinado y sucio, en cuyo centro, al ras del suelo, figuraba el hogar. Cuando el acaso había hecho brotar algunos manzanos silvestres en las inmediaciones, entonces al antiguo rancho que, como se ve, era cocina, comedor y dormitorio al mismo tiempo, se agregaba otro, donde, al lado de algunos barriles, se veían maderos ahuecados para machacar la manzana y hacer chicha. A espaldas de estas habitaciones se encontraba siempre un pequeño retazo de terreno en estada de cultivo, en el cual, palos endurecidos al fuego y manejados siempre por la mujer, servían de azada y de reja para sembrar papas y habas, únicas legumbres que, llamaban la atención entonces. Contado era el dueño de casa que se dedicase a sembrar trigo. En la puerta del rancho, mirando a la marina, se observaban corralitos de piedra y rama, a medio sumergir, para que en las altas mareas quedase cautivo en ellos el pescado que el acaso conducía a esos lugares. Este alimento y los inagotables bancos de toda clase de exquisitos mariscos que dejan a descubierto las aguas vivas, eran, junto con las papas y habas, la provista despensa que los sustentaba. Hasta el modo de preparar esos manjares era puramente indio, de los tiempos de la conquista. En un agujero practicado en el suelo y lleno de piedras caldeadas allí mismo por el fuego, se apilaba el marisco, el pescado, la carne (si la había), el queso y las papas, y sin más espera, tapado todo aquello con monstruosas hojas de pangui, lo acababan de cubrir con adobes de champas y tierra, para impedir el escape del vapor. Un cuarto de hora después, se veía a toda la familia, con su acompañamiento obligado de perros y cerdos, rodear aquel humeante cuerno de abundancia, en el cual cada uno, por su parte, metía la mano y comía, soplándose los dedos, hasta saciarse.
Llegada la noche, padre, madre, hermanos, hermanas, alojados, perros y cerdos, formando un grupo compacto al amor del fuego del hogar y a raíz del suelo, dormían hasta el día siguiente, en el que se repetían los actos del anterior.
Para llenar las escasísimas necesidades del vestido, mate y cigarro, y la muy apremiante de la bebida, ocurrían provistos de sus hachas a los bosques de la costa, y en ellos permanecían el tiempo estrictamente necesario para pagar una pequeña parte del compromiso que habían contraído con los tenderos de Calbuco, en cambio de las mercaderías que estos le participaban. No había, pues, un solo labrador de madera que no estuviese por mucho tiempo adeudado, ni comprador sin quebranto, ni grandes deudas por cobrar. Consignemos por último el siguiente hecho: en aquellos lugares sólo se casaba por la iglesia aquel que ya cansado de estarlo de otro modo, quería legitimar sus hijos. Bastaba que el novio díjese a los padres de su querida que él quería tenerla por patrona y que ella declarase que aceptaba por patrón al pretendiente, para que en el acto se tuviesen por legítimos esposos. Este era el modo de ser y esta la cultura del chilote del seno de Reloncaví, cuya poca grata descripción acabo de hacer.
(Páginas 564/565/566)
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¿Qué mucho es que a la llegada de los emigrados a Valdivia no se encontrase en 1850, a muchas leguas de aquel pueblo, ni un solo retazo de suelo de mediano valor que podérseles ofrecer? Desgracia que estuvo a punto de repetirse en la colonia de Llanquihue y que sólo pudo precaverse en parte, pues antes de tomar posesión de los terrenos donde ahora se alza Puerto Montt, ya estaban desembarcados en aquel apartado rincón multitud de detentadores para especular con la venta de propiedades que ni en esa época les pertenecían ni nunca habían sido suyas.
No fue, pues, corta mi disgustada sorpresa cuando creyéndome, por la distancia, libre de roedores, me encontré con una carta del Gobernador de Calbuco don José Ramírez, en la cual me decía que si quería fundar colonias en Callenel era preciso que comenzase por comprar aquel territorio, pues todo él tenía legítimos dueños. En el estado en que las cosas se encontraban, titubear era peligroso; ocurrir al Gobierno por facultades para comprar, moroso y de incierto resultado, y promover lítis reivindicadoras, la vida perdurable. Comencé, pues, por comprar resignado y de mi propio bolsillo, el asiento del futuro pueblo y sus más inmediatos contornos, y adiestrado con el ejemplo y con las lecciones de la experiencia, opuse a los detentadores sus propias armas, simulando compras a los indios, supuestos propietarios del vasto territorio del Chanchan con las cuales y mediante otra contribución de seiscientos duros impuesta a mi escuálido haber, pude conjurar la tempestad.[1]
Del propio modo se ha enajenado de tiempo atrás también, y sin que nadie lo supiese, las dilatadas playas del seno de Reloncaví con sus antojadizos ignorados fondos[2] En la puerta de la casa del Gobernador del fuerte de Calbuco había con frecuencia cartelones que debían ser leídos por personas que sabían leer o que no llegaban ni tenían para qué llegar a ese pueblo, en los cuales se decía[3] que el terreno tal, comprendido entre los dos puntos accesibles de la costa tal y cual, con sus respectivos fondas hasta la cordillera nevada o hasta los montes altos, propiedad de don fulano de tal, iba a venderse, y para que llegue a noticia de todos, etc.
Desde el año de 1850 para adelante, las autoridades, sin tener para ello la suficiente autorización, comenzaron a suscitar embarazos a la adquisición de propiedades cuyos vendedores no exhibían títulos escritos y atendibles; y éste fue uno de los más poderosos motivos de aquella cruda guerra que se declaró por muchos vecinos a la inmigración. Sin ella, los terrenos fiscal les correspondían sin disputa; con ella, se les tiraba despojar de lo que ya juzgaban suyo.
(Paginas 569/570)
TOMADO DE:
VICENTE PEREZ ROSALES:
RECUERDOS DEL PASADO (1814-1860).
Editorial Francisco de Aguirre. Buenos Aires-Santiago 1971 32+650 pp.
[1] Véase carta del gobernador de Calbuco don José Ramírez, fecha 24 de setiembre de 1852, y también en el archivo de Osorno Ia escritura a que aludo extendida el siguiente año.
[2] Fondos, son todos los terrenos comprendidos entre las dos rectas paralelas y sin término conocido que parten de cada uno de los extremos de la línea que forman algún costado accesible de la propiedad, costado que se medía ya sobre la margen accesible de un río, ya sobre las playas del mar
[3] Muchos anuncios hay así. y nunca dicen de quién hubo el terreno aquel que se titula dueño, y cuando llegan a indicar algo, es para hacer mas patente el despojo.
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