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sábado, mayo 07, 2016

CHILOE Y LOS JESUITAS SEGUN NICOLAS DEL TECHO

NICOLÁS DEL TECHO
HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
TOMO SEGUNDO * LIBRO TERCERO

CAPÍTULO XVIII
LA COMPAÑÍA SE ESTABLECE TEMPORALMENTE EN LA ISLA DE CHILOÉ
Chiloé, apéndice marítimo del reino chileno, tiene de longitud cincuenta leguas y siete de anchura; es su forma la de un brazo encorvado, en vez de ser cuadrada, como afirmaban en otro tiempo los geógrafos. La parte meridional dista poco del continente, del que la separa un estrecho, y penetra en un golfo, cual si no quisiera apartarse mucho de la tierra firme; la septentrional se dirige hacia el interior del Océano. Toda ella es montuosa y desigual; en bastantes sitios pantanosa y expuesta á fríos rigurosos, como situada en los cuarenta y tres grados de latitud austral. En medio del estío soplan á veces vientos helados, lo mismo que en invierno, y se oponen á que los frutos lleguen á debida sazón. A poco que se escarbe se encuentra una arena rojiza y seca, inútil para la vegetación. Sin embargo, hay árboles tan corpulentos que de uno se podían hacer muchos, según atestigua Ovalle. Lo que resulta inútil para el arado se destina á plantaciones. Dada la esterilidad del suelo y la inclemencia del cielo, el país es miserable; de manera que una raíz insulsa que se cultiva produce tan sólo cinco veces la simiente. Al Norte de la isla, algunos españoles, huyendo de las ciudades saqueadas por los rebeldes araucanos, habían fundado el pueblo de Castro. Los ingleses lo devastaron en el año 1600 y no quedaron más que treinta ciudadanos. En otra isla vecina que luego describiremos, había una fortaleza guarnecida por ochenta soldados españoles, quienes, careciendo de lo necesario, molestaban no poco á los indefensos naturales del país. Estos vivían solamente de lo que produce el mar, así que residían en la costa antes de que llegasen los europeos; luego, temerosos de vejaciones, se retiraron al interior, y viviendo en montañas escarpadas compraron su libertad á costa de suma pobreza. Llevaban cubiertas las partes vergonzosas con una red de conchitas engarzadas; lo demás al aire. Cuando la isla fué descubierta contaba quince mil familias. Cada año enviaba el gobernador de Chile un buque que llevase á los españoles lo que necesitaban; nadie iba á Chiloé sino en tal ocasión. En aquellas islas se usan barcas hechas de tres tablas cosidas con cuerdas bastas y tapadas las rendijas con corteza de árboles macerada. Nunca se va en tales embarcaciones, llamadas piraguas, sin grande riesgo. Mayor todavía lo ofrecían los chilenos sublevados, frente á cuya costa se hallan dichas islas. Teniendo en cuenta los peligros del mar y de los rebeldes, unidos á la áspera condición de cielo y tierra, no es de extrañar que tales islas sean el último rincón del mundo y la mansión de la indigencia. Mas esto mismo aguijoneaba la voluntad de los misioneros, deseosos de padecer trabajos por dilatar el imperio de Cristo.


CAPÍTULO XIX
EJERCEN SU MINISTERIO LOS JESUITAS EN EL PUEBLO DE CASTRO.
Fueron á la isla de Chiloé los PP. Melchor Vanegas, á quien el P. Nieremberg comparó con los más notables de la Compañía, y Juan Bautista Ferrusino; iban enviados por el Padre Diego de Torres. Luego que por mar y tierra hicieron desde la capital de Chile un viaje de doscientas cincuenta leguas, llegaron á Castro y fueron benévolamente recibidos por los españoles. El gobernador de las islas les dió una casa en la que se instalaron; arreglaron una capilla y en seguida comenzaron á purificar las conciencias mediante la confesión; después se dedicaron á la enseñanza de los indígenas. Algunos sacerdotes seculares habían opinado que éstos eran incapaces de recibir los Sacramentos y así los tenían descuidados, por lo cual muy pocos recibieron otro Sacramento sino el Bautismo. Los jesuitas en cuatro meses doctrinaron á los indios, de manera que éstos llegaron á saber tanto como sus dueños: apenas aprendieron los dogmas cristianos, no solamente confesaron, mas también con admiración de los españoles se acercaron á la mesa del altar. Devoción tan grande mostraba aquella gente, que antes de amanecer acudían a los Padres, quienes no tenían tiempo siquiera de comer, ni punto de reposo; aprovechándose los misioneros de tan felices disposiciones como veían en los isleños, hicieron de ellos cuanto quisieron. Los concubinatos fueron trocados en matrimonio; ratificadas las uniones contraídas por la violencia y, por lo tanto, nulas; ninguno dejó de perdonar las injurias, y los mismos dominadores, conmovidos con tales ejemplos, trataron más blandamente á sus vasallos, los hombres más desgraciados del mundo. Finalmente, de toda la isla fueron llevados los muchachos á los religiosos con objeto de que éstos les enseñasen la doctrina católica, y ellos á su vez la comunicasen á sus compatriotas.

CAPÍTULO XX
RECORREN LOS JESUITAS LA ISLA DE CHILOÉ; FRUTO QUE SACARON DE SUS MISIONES.
Después que permanecieron los Padres cuatro meses en el pueblo de Castro, durante el mes de Julio se embarcaron en un esquife sin temor á las olas del Océano y visitaron las aldeas de la isla, que eran veinticinco. Sus habitantes no conocían de los sacerdotes otra cosa que las vejaciones; cuando supieron que los iban á visitar los jesuitas, cuya virtud conocían, los esperaron benévolamente y recibieron, ya que otras cosas no podían hacer, con arcos triunfales hechos de ramos; los jóvenes y las doncellas, á estilo de suplicantes, llevaban en la cabeza coronas de flores y delante una cruz adornada de igual manera, precediendo á los Padres. Todos ofrecían á éstos en canastillos ostras, peces, huevos y aves; recibieron en cambio agujas, alfileres, anzuelos, gargantillas de vidrio y otras cosas muy apreciadas por los indios; unos y otros experimentaban inmensa alegría que se traducía en lágrimas. Los misioneros se detuvieron cinco días en cada aldea donde predicaban en una capilla provisional; visitaban los enfermos; refutaban las supersticiones, penetrando en el centro de la isla y en sus más ocultos rincones; bautizaban á quienes se hallaban dispuestos, y á los restantes daban buenas esperanzas de concederles igual beneficio en otra expedición, si entonces lo merecían. Oyeron las quejas de aquellos infelices y prometieron intervenir con las autoridades á fin de evitar que los soldados los oprimiesen en adelante, afirmando que darían su vida por el bienestar de un solo indio. Los isleños, comparando las condiciones de los demás sacerdotes con la templanza y virtudes de los jesuitas, daban á éstos nombres amorosos, cuales eran los de padres y madres. Los consideraban como santos varones celestiales, y así les querían tributar honores que los religiosos rechazaban. Seis meses tardaron éstos en visitar la isla; bautizaron gran número de personas, autorizaron mil quinientos matrimonios, oyeron dos mil confesiones y exhortaron á todos á conservar la fe de Cristo. Después fueron á otra isla para ejercer su ministerio con los soldados españoles, y regresaron á Castro. Desde aquí se dirigieron por mar á los pueblos de la isla y obtuvieron copioso fruto. El gobernador, viendo lo útiles que eran los Padres, escribió al Provincial Diego de Torres rogándole que no privase á los indios de varones tan celosos.



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